La niña que
fuiste
--la que serás--
me distrae
de la que eres.
(F. N)
I
Entre
la mujer y la primera niña hay un espacio de arena y vidrio. Gira el tiempo en
su moción irreverente como un diábolo de esquirlas. Me incomoda su simetría. La
nebulosa se origina cuando agito la tempestad que hay en mi mano. Entonces se
enturbia el agua en su esfera de luz. Copos de tinta negra flotando como
cadáveres tempranos. Son los insectos oscuros de la fiebre. Chocan contra la
membrana del tránsito entre relojes. Van dejando sus vísceras sobre el
parabrisas de un llanto. Llueve o lloro. Es lo mismo. La nada no tiene sangre,
tan solo permanece en su canto.
II
Caminemos
justas hacia el otro lado con la parsimonia
de
una emperatriz encinta.
En
tu vientre aún se mece aquella niña antigua
que
no entendía el lenguaje de las aves.
Sálvate
como a tu hija y camina por esta vereda
de
latón y barro.
Recuérdate
en la voz de los arrullos,
cuando
desnuda en la liquidez amniótica te pensaban
con
el mismo rostro de tu madre.
Toca
tu vientre ahora, siente su caricia esférica
y
escucha el canto prematuro.
Que
se instale lo sagrado sobre tu piel,
y
que deje la impronta del gozo en comunión
con
sus clamores.
III
La
niña cedió su alma a la conjetura de la seda. Pudo haber sido larva en el brote
de una lanza, pero en su cuerpo ya se aglutinaba el suave plumaje de las aves.
La tempestad en la sangre viva. El temblor de los caparazones resquebrajándose
frente al sol. El pecho supo entonces de su herida y se abrió como una ventana
ofreciéndose al crepúsculo.
Entonces
emergieron dos alas que brillaban como escamas de algodón de arce y se
desplegaron con la inmediatez de su propia luz. Amanecía tras un telón de
sombras anticipándose el auspicio de la tarde.
Su
resplandor resurgió en mis venas para confundirlas con el alabastro de las
sacerdotisas. Yo me quedé inmóvil, como quien atiende a la primera voz tras el
silencio. Y la niña me miró con la misericordia de los ángeles redentores.
Le
tendí mi mano, consciente de la despedida, y me arrodillé con la misma devoción
de las vestales cuando ven las llamas complacidas.
La
niña se despidió con el canto de un Sirin que ha de sobrevolar la Estepa.
Y
desapareció entre la vertiente del único árbol que desembocaba en el cielo.
(Beatriz Russo. Nocturno
insecto.
Madrid, Tigres de Papel, 2014)
Tuya es la llave de la luz.
(Beatriz Russo)
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